HISTORIA
DE UN REPUBLICANO
Tal
como le prometí, y cumpliendo expresamente su deseo.
Hoy, once de diciembre de mil novecientos
ochenta, tras el fallecimiento de Nicolás el Tuerto, rasgué el sobre, había
llegado la hora de desvelar el secreto que escondía aquella carta y que había
permanecido oculto durante tantos años.
Con
una letra irregular empezaba así.
“Querido hijo: solo ahora es el momento de
compartir contigo una parte de mi vida que quisiera no haberla vivido pero como
la historia, aunque sea amarga es
historia, quiero que la conozcas porque tú eres para mí la prolongación de mi
vida.
Nicolás y yo éramos grandes amigos, con la
salvedad que él había nacido dentro de una familia burguesa dado que sus padres poseían
una gran fortuna. Pero eso no fue suficiente para separarnos, habíamos crecido
juntos, fuimos amigos desde nuestra más tierna infancia, habíamos compartido
muchas cosas: juegos, correrías, y las primeras letras del abecedario; también
los primeros amores de niños. Pero llegó el momento que el dinero nos jugó
una mala pasada. Cierto día, en el patio del colegio, me dijo: -Manuel, en mi casa han decidido que
prosiga mis estudios en Madrid, tendré que vivir allí todo el año, con esto te
quiero decir que solamente estaré aquí hasta final de este curso, pero no te
preocupes que nuestra amistad nunca nada ni nadie la podrá malograr por mucha
distancia que haya de por medio.
Por
un momento, no supe que responder, pero rehaciéndome de mí asombro le dije que
no se preocupara, que como él bien decía, nuestra amistad estaba por encima de la
distancia, y que para eso estaban los veranos, para vernos y recuperar el
tiempo perdido.
Pero
el tiempo fue implacable y se hizo corto, muy corto.
Llegó el verano, y con él las vacaciones que
intentamos vivir sin darnos descanso, pero irremediablemente nuestro tiempo
pasó. Quince días antes que empezara el curso, mi amigo, siguiendo el destino
que le habían marcado, emprendió su viaje hacia la capital, Madrid.
En
contra de lo que habíamos planeado, pasaron los años y no volvimos a vernos y,
cuando lo hicimos fue en una situación desesperada.
***
El
dieciocho de julio del año mil novecientos treinta y seis, el General Franco,
con un grupo de rebeldes militares se
alzó contra el gobierno legal de España. Jóvenes y mayores nos vimos en la
necesidad de elegir en qué lado de la contienda teníamos que luchar aunque a algunos
no les dieron esa opción; yo me decanté por el bando que se acercaba más a mis
ideas políticas, así que me alisté con el ejército Republicano.
Una
noche nos citaron en la plaza del pueblo, a Julián, a Lorenzo y a mí, fue la
última vez que nos vimos.
A media noche, llegó a la plaza un camión que
ya venía lleno de soldados que iban recogiendo por los diferentes pueblos de la
comarca, como pudimos nos apretujamos en
su caja, sin más dilación partimos con dirección a Zaragoza.
Hacía
frio, al mando iba un viejo sargento qué nos dijo que no nos preocupásemos que
llegaríamos a Zaragoza sobre las seis de la mañana, nos concentrarían en un
cuartel y que nos adiestrarían en el manejo de las armas, que no tuviéramos
miedo, que había llegado el momento de luchar por una patria que estaba en
peligro y nos necesitaba, que derrotaríamos al enemigo costase lo que costase.
Durante
el trayecto nos ofreció en tres ocasiones café, y paró el camión dos veces para
desentumecer
los músculos.
Eran
las seis de la mañana cuando alcanzamos las puertas de la ciudad de Zaragoza. Hacía
rato que una llovizna persistente y helada nos picoteaba el rostro, nos pegamos
unos a otros para darnos un poco de calor.
El agua del caudaloso Ebro corría desesperada,
como si tuviese prisa en llegar a algún sitio para mi desconocido.
La
Basílica del Pilar, con sus encrespadas torres quedó a nuestra derecha, los
cuarenta hombres que allí viajábamos, no se sí todos éramos creyentes, lo
cierto es que todos levantamos la cabeza y en algunos labios se pudo leer una
oración.
El
cuartel estaba emplazado en una avenida ancha, larga. Al llegar a la puerta el
centinela nos dio el alto, se cuadró ante el sargento Pérez y cruzó unas
palabras con él sin bajarse del camión. El centinela hizo sonar un silbato y
nos hizo pasar a un patio interior donde nos recibió un joven teniente.
Nos
hicieron descender, nos llevaron a un barracón, y nos dieron una manta para
amortiguar el frío, pasamos al comedor y nos ofrecieron un desayuno, un trozo
de pan duro con dos sardinas de lata y un café, según el mismo sargento que
había hecho el viaje con nosotros, nos serviría para entrar en calor.
Durante
dos años conocí muchos hombres de distintos lugares de España, andaluces y extremeños sobre todo. Pasé por diferentes
frentes donde vi morir muchas personas sin poder hacer nada por ellas, sólo en
algunos casos pude darles el valor que a mí me faltaba antes de que iniciaran
su último viaje.
Un
día, en un pueblo de Aragón, las fuerzas franquistas nos acosaban
endiabladamente, nuestra resistencia era débil. De un grupo de cincuenta
hombres habían caído la mitad, los que quedábamos estábamos angustiados, no
podíamos aguantar por mucho tiempo las envestidas de las tropas de Franco,
pronto tendríamos que tomar una decisión, el teniente que teníamos al mando dio
la orden de retroceder, nos parapetamos en una casa deshabitada a las afueras
del pueblo, pero el enemigo no tardó en rodearnos y a pesar del gran esfuerzo
realizado no pudimos contenerlos.
¡No
quiero ninguno vivo! Escuchamos que decía el que seguramente estaba al mando. A
los diez hombres que aún quedábamos en pie nos hicieron tirar las armas en un
rincón. De pronto, no sé de donde salió, una fuerte patada se estrelló en mi
estómago que me hizo doblarme como un junco: -de este cabrón me encargo yo mi
teniente, -¿es que lo conoces sargento Nicolás? –Sí, sí somos viejos conocidos,
la suerte me ha acompañado y lo ha puesto de nuevo en mis manos, no va a tener
tiempo de arrepentirse de haberme conocido.
-bien sargento, encárgate de él, asegúrate
de que nunca más respire, pero llévatelo
fuera por hoy no quiero ver más muertos.
Con
el mosquetón apoyado en los riñones nos sacaron de la casa, los diez hombres
sabíamos que nos había llegado la hora, dándome un fuerte golpe en la espalda
el sargento le dijo a sus hombres, a este me lo llevo yo, quiero tener una
animada charla con él antes de mandarlo con el diablo. Ya era noche cerrada, a
empujones me separó del grupo y dimos un rodeo a la casa tragándonos la
oscuridad.
-Manuel-
me dijo, -perdóname, nunca pensé que nos encontráramos en esta situación.
Yo
me quedé perplejo, hasta entonces no le había mirado a la cara.
Nicolás
se abrazó a mí rodeando mi espalda con sus brazos y antes de que pudiera hablar
me dijo –calla no digas nada, solo escúchame, ahora nos vamos a separar,
aprovecha la noche y escóndete, nosotros dentro de un rato volveremos al
pueblo, cuando pase un tiempo, ¿Ves el camino que tenemos en frente? A una hora
caminando encontrarás un caserío donde vive una familia amiga mía, el dueño es
una buena persona, se llama Serafín, enséñale esta moneda, dile que vas de
parte del sargento Nicolás, sabrá qué hacer contigo. Nos dimos un abrazo y me
introduje en la espesura del bosque. No había trascurrido ni un minuto cuando
sonó un disparo seguido de otro.
***
Cuando
Serafín tuvo la moneda en sus manos, la examinó atentamente. Sus ojos lo
delataron, no sé que podía significar para él pero puedo asegurar que le trajeron
recuerdos que tenía guardados.
Serafín era un hombre de unos cincuenta años,
alto, y aunque un poco curvado se apreciaba que en su juventud había sido un
hombre fuerte. Su mujer se llamaba Matilde, Mati para su marido, era tierna y
bondadosa, pero desde hacía tiempo la sonrisa se le había borrado de los
labios. La hija era una chica alta, bella, y espigada. Su hijo Samuel, algo más
joven que ella, estaba en el frente.
Todas
las noches después de cenar charlábamos de muchas cosas, pero en particular de
aquella injusta guerra que tenía la España dividida. Lo último que sabía de su
hijo Samuel, era que se encontraba luchando por la defensa de Teruel, acosada
por las tropas Nacionales. Su hijo Samuel y Nicolás se habían conocido en la
universidad y desde entonces se profesaban una gran amistad.
Estuve en casa de Serafín seis meses, hasta
que finalizó la guerra. Las noches se me hacían interminables. Soñaba con
regresar a mi tierra, a mi pueblo, a mi casa.
Por
fin en él año treinta y nueve, se dio por terminado el conflicto. Un día por la
mañana me despedí de aquellas buenas personas que me habían tratado como a un
hijo. Me prepararon un morral con provisiones para el camino y emprendí el
regreso hacia mi querida Lérida. Cuánto había añorado mi tierra, por fin
volvería y si Dios me lo concedía nunca más la abandonaría.
Tres
meses más tarde regresó Nicolás. Al segundo día de estar en el pueblo, al
atardecer me vino a visitar, en su cara llevaba marcada la tragedia vivida. Pocos
días después de nuestro encuentro en la batalla, un casco de metralla le había
alcanzado el rostro y había perdido el ojo izquierdo.
Delante de una botella de vino conversemos
durante toda la noche, sobre todo de nuestro accidentado encuentro, de todas
las amarguras y calamidades vividas, es por eso que llegamos a la conclusión de
que lo que pasó aquella desgraciada noche no tenía que salir a la luz, que todo
estaba muy reciente y mejor mantenerlo
en secreto toda nuestra vida.
De
mi te he contado muchas cosas, este es el eslabón que te faltaba para completar
mí historia, espero que te ayude a entender muchas cosas que antes para ti no
tenían explicación.
Te
quiero mucho hijo”.
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